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OJOS - ALLAN CORONEL SALAZAR

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Ojos

SELLO EDITORIAL“FUNDACIÓN EDGAR PALACIOS”

Dirección: Diego Vásquez de Cepeda N77-530

y Antonio Núñez.

Teléfonos: 2476 374 / 099 660 3640.

Quito-Ecuador.

© OJOS de Allan Clyde Coronel Salazar

Primera Edición (2024),

Derechos reservados conforme a la ley.

Dirección: Ada Palacios Mendieta.

Corrección de textos: Francisco Erazo.

Diseño: Martín Hervás.

Ilustración: ImagineArt(prompts: M.Hervás).

NO SABÍA DESDE CUANDO EMPEZARON a

clavársele encima. Al principio fue solo un

escozor, un cosquilleo desagradable que

iniciaba en la nuca y poco a poco ganaba toda

la cabeza. La primera vez supuso que sería un

insecto, alguna especie de mosquito o quizá

un arácnido que de alguna manera llegó hasta

ella… no en vano estaban al aire libre, en esa

adorable reunión de la familia ampliada, pero

no: aunque tardó en darse cuenta, aquello

no era algo físico, era más bien semejante a

cuando nos miran con envidia, con rencor, con

reproche… o con odio.

Giovanna buscó a su hijo Cristian para

sentirse apoyada, pero, como hacía siempre

desde que empezó la adolescencia, buscaba el

menor pretexto para desaparecer por horas;

por ahí estaría, seguro buscando una prima

lejana con quien encamarse. Y ella allí, tratando

de descubrir a la persona que le espiaba con

malignidad, casi, se diría, amenazante. Se

sintió íngrima e incompleta.

Toda la mañana se la pasó así, descubriendo

a veces una silueta perdida que la seguía

siempre tapada por otros. Hubo un momento

en que descifró que no era odio lo que había

en esos ojos invisibles, se parecía más bien a la

lascivia, a un deseo sicalíptico. Ese pensamiento

le produjo mayor terror que antes.

La siguiente ocasión fue días después,

en casa, en la enramada que crecía en el

muro exterior de la salita, sus ramas y flores

abundantes habían invadido partes de la

ventana y, tras ellas, pudo percibir un cuerpo

oculto cuyos ojos seguían sus movimientos.

Seguramente era el terror, pero le pareció que en

el ambiente flotaba un aire de malignidad, una

presencia no metafísica, sino tangible: alguien

que acechaba buscando la oportunidad para

entrar y hacerle daño. Trató de permanecer

ecuánime: si dejaba traslucir su miedo, quien

fuese el invasor ingresaría envalentonado por

su debilidad. Se puso a acomodar las fotos

sobre la repisa de la chimenea mientras con

la mano izquierda pulsaba, en el bolsillo del

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abrigo, las teclas del celular para llamada

urgente; logró hacerlo, marcó el número cinco

que correspondía al teléfono convencional de

casa. Fingió contestar, sonrió con verosimilitud,

inventó preguntas a las que respondía con

soltura, dio la espalda a la ventana y se las

ingenió para llamar al 911, diciéndole a la

operadora, en voz baja, lo que sucedía y al cabo

de unos segundos le respondieron que una

unidad estaba por el barrio, a pocas cuadras.

Como adivinándolo todo, la presencia se

dio a la fuga, lo supo por el sonido de pasos

corriendo, el tronar de una rama, el retumbar

metálico de un basurero golpeado en la carrera.

Los policías no hallaron ningún indicio de

que hubiese existido un invasor, pero de todas

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